Víctor me quitó la vida con la navaja más preciada de la colección. Esa que hasta ahora desconocía el olor a sangre, tendones y músculos, arropada celosamente entre versos y prosa, posicionada románticamente en un plano disfuncional, que la alejaba bajo engaños de su real utilidad.
¿Fue Víctor quien me mato? Era mi sueño, mi navaja, mi muerte y por tanto mi sicario fui yo. Bien se que no dejaría a su criterio mi existencia, en ninguno de los mundos en los que habito y soy.
¿En que universo resolví tal fin entonces? En el que me despojan, sin previo aviso, de la corona de certezas que adorna mi cabeza, hecha a mi medida, con el peso justo e incrustaciones de joyas poco ostentosas pero de gran valor.
¿Por qué morir?, me pregunto. Porque solo muere quien carece, en espacio y tiempo determinado, frente a otro sujeto, de sentido alguno de trascendencia. Y en el universo donde ocurrió este desgraciado suceso me leo finita, forastera, nimia. Pasajera en un tren de frontera, con boleto abierto a ningún destino en particular.
Desde mi vagón imaginario apenas te diviso, a lo lejos, recostada sobre la cama. Es una distancia considerable la que me separa de vos. Con dificultad alcanzo a distinguir los rasgos de tu cara y prácticamente no percibo tu olor. Hace apenas segundos perdió mi oído el registro de tu voz adolorida leyendo Baudelaire; el eco de tus labios cansados donándole a los míos, esclavos, un beso que me supo a adiós.
Los trenes, las estaciones, los adioses. Nietzsche, a quien admiro profundamente, nos introdujo en el eterno retorno. Yo solo puedo ahora reflexionar, por contrapartida y por derecho propio, sobre la eterna despedida. Confusa, desoladora, frustrante. En ella los puntos de encuentro se desdibujan incesantemente, en el mapa de los cuerpos y las almas.
No cabría figurar esta eterna despedida en este caso sin anteponer mi adicción a dar por sentado lo que, en principio, no es más que una mera probabilidad, a la que doto de fuerza y de sentido, según dicte la lógica de los acontecimientos. Dar por seguro mi condición de eterna elegible, vista a la distancia que nos separa esta noche en esta cama, representa un claro ejemplo de ello.
Tampoco sería factible otorgarle entidad alguna sin tus ausencias, siempre justificadas y notificadas con prudente antelación. Ausencias que dejan lugar a un vacío que aún no logro llenar de contenido, tal vez porque ninguna de mis ideas portaría la misma talla que vos.
Tu necesidad de certezas hizo uso del pozo inagotable del que emanan las mías. Deseo compartirlas con vos, pero rehúso a que formen un río cuyo torrente nos separe. ¿Deseo con condición? No, no me es posible con vos. No hay condiciones que acorralen al amor.
Ya no te visualizo. El humo de la locomotora que me aleja y te deja nos cubre. Tal como ocurrió la semana pasada, y la anterior.
Escribo tu nombre en mi mano. Aunque no haga falta, me lo exige el miedo. Miedo a morir bajo el acero de mi propio puñal en este viaje, a disfrazarme nuevamente del fantasma Víctor para darme muerte en este universo. Miedo a no reconocerte luego, a no reconocerme.
Tu nombre sos vos toda. Lamento tal vez por ello silenciarlo en estos párrafos. Preciso saber por quien preguntar a mi regreso, antes de que los puntos que unen los cuerpos y las almas vuelvan a desdibujarse. Antes de partir, infinitamente. Eterna despedida.
2 comentarios:
me encanta!.. segui descubriendo los mundos que nos habitan... un beso! LEO B. www.leoyresisto.blogspot.com
Leemos y resistimos con palabras y espadas, mi gentil caballero!. Besos miles a usted Leo!
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